De todas las terrenas servidumbres

que aprisionan mi afán en esta cárcel

me confieso deudor de la carne

y de todos sus íntimos vaivenes

que me hacen más feliz

y menos libre.


A veces, sin embargo,

la esclavitud se muestra soberana

y me siento señor del destino.


Porque sé amar, porque probé la fruta

y no maldije nunca su sabor agridulce,

porque puedo ofrecer mi corazón intacto

si el camino se digna requerirlo,

porque resisto en pie, con humilde firmeza,

el rigor de este fuego que enloquece.


En este fragor mudo en el que todos somos

rufianes, vagabundos, desposeídos y presos

no existen vencedores ni vencidos

y mañana no arrienda la ganancia de ayer.


Que no entre en la batalla quien sucumba

ante el rencor pequeño de las humillaciones.


Saber, son necesarias descomunales dosis

de grandeza de espíritu y coraje

en las lides calladas de la pasión humana.


La recompensa, en cambio, es sustanciosa.


Ser súbdito tan sólo de la naturaleza,

no temer a la muerte ni al olvido,

no aceptarle a la vida una limosna,

no conformarse con menos que todo.